
Dios hacía muchas señales y prodigios entre el pueblo por medio de los apóstoles, y todos ellos se reunían sin falta en el pórtico de Salomón. Ninguno del pueblo se atrevía a juntarse con ellos, aunque el pueblo los elogiaba mucho. Los hombres y mujeres que creían en el Señor iban aumentando en número, y en sus camas y lechos sacaban a los enfermos a la calle, para que al pasar Pedro por lo menos su sombra cayera sobre alguno de ellos. Aun de las ciudades vecinas venían muchos a Jerusalén, y traían a sus enfermos y a los atormentados por espíritus inmundos, y todos eran sanados.
Hechos 5:12-16
Eso debe haber sido algo realmente digno de ver: que las personas de Jerusalén «sacaban a los enfermos a la calle, para que al pasar Pedro por lo menos su sombra cayera sobre alguno de ellos». La gente quería milagros y confiaban en que Pedro se los podría dar. Eso haría que cualquiera se sintiera orgulloso y hasta fanfarrón. Cualquiera menos Pedro.
Pedro tenía una especie de protección contra el ego inflado. Él nunca iba a poder olvidar lo que había hecho hacía apenas unas semanas, cuando Jesús fue juzgado. Pedro estaba tan asustado que negó a Jesús, incluso maldiciendo y jurando que no lo conocía. Y cuando Jesús se volvió y lo miró, Pedro rompió a llorar. Fue una caída que Pedro no podía olvidar.
Pero tampoco podía olvidar el amor de Jesús. Después de que Jesús resucitó de entre los muertos, prácticamente lo primero que hizo fue acudir a Pedro para tener una conversación privada con él (ver Lucas 24:34), cuyo contenido nunca se registró en la Biblia. Solo podemos imaginarnos de qué hablaron. Pero después de esa conversación, vemos a Pedro comportarse como un hombre con un corazón lleno de amor y gratitud. Jesús lo perdonó y le devolvió su lugar de servicio como apóstol, y Pedro lo llevó a cabo lo más fielmente que pudo. Él aprendió a quién le pertenecía el verdadero honor y gloria: a Jesús, quien nos perdona, salva y sana.
Nosotros también enfrentamos a veces la tentación de atribuirnos el mérito de la obra de Dios. Puede que la gente nos elogie por algo que sabemos muy bien que lo está haciendo Dios, aun cuando Él nos haya usado para ayudar a llevarlo a cabo. Y el diablo nos tienta a atribuirnos el mérito, a comportarnos como si lo hubiéramos hecho nosotros mismos de principio a fin, a disfrutar del centro de atención y a decir cosas tontas y aparentemente humildes para que los elogios continúen un poco más.
¿Qué nos puede proteger contra esto? Solo Jesús. Él sí sabe qué hacer con la gloria. ¡Él se la da al Padre! Lo hizo durante todo su ministerio. Y su Espíritu Santo, quien vive en nosotros, puede ayudarnos a hacer lo mismo. Si está muy inflado nuestro ego, Él puede recordarnos nuestras debilidades. Pero mucho más importante, nos recuerda el amor de Jesús, la increíble compasión y ternura que nos mostró cuando entregó su vida para salvarnos y hacernos suyos. Si somos amados tanto así, ¿quién necesita un gran ego?
ORACIÓN: Querido Señor, ayúdame a regocijarme en tu amor y a darle la gloria a Aquel a quien le pertenece: a ti. Amén.
Dra. Kari Vo
Para reflexionar:
* ¿Te resulta fácil o difícil saber cómo responder cuando la gente te da un cumplido?
* Si Jesús apareciera visiblemente y te llamara por tu nombre, ¿qué tan fácil o difícil te sería dejarlo todo, incluso el honor y el poder terrenal, y correr hacia Él?
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