¡Cómo quisiera que rasgaras los cielos y bajaras! ¡Que los montes se derritieran ante ti como ante un fuego abrasador que todo lo funde, como un fuego que hace hervir el agua! ¡Así tu nombre sería reconocido por tus enemigos, y las naciones temblarían en tu presencia!
Cuando tú descendiste e hiciste maravillas que nunca imaginamos, los montes temblaron ante ti. Nunca antes hubo oídos que lo oyeran ni ojos que lo vieran, ni nadie supo de un Dios que, como tú, actuara en favor de aquellos que en él confían. Tú has salido al encuentro de los que practican la justicia con alegría, y de los que se acuerdan de ti y siguen tus enseñanzas. Pero te enojas si pecamos y no dejamos de pecar. ¿Acaso podremos alcanzar la salvación?
Todos nosotros estamos llenos de impureza; todos nuestros actos de justicia son como un trapo lleno de inmundicia. Todos nosotros somos como hojas caídas; ¡nuestras maldades nos arrastran como el viento! Ya no hay nadie que invoque tu nombre, ni que se despierte y busque tu apoyo. Por eso nos diste la espalda, y nos dejaste caer en poder de nuestras maldades. Pero tú, Señor, eres nuestro padre; nosotros somos el barro y tú eres quien nos da forma; todos nosotros somos obra de tus manos. No te enojes demasiado, Señor, ni tengas presente nuestra iniquidad todo el tiempo. Toma en cuenta que todos nosotros somos tu pueblo.
Isaías 64:1-9
Escucha las palabras de Isaías: «¡Cómo quisiera que rasgaras los cielos y bajaras!». Isaías anhela que Dios se acerque, anhela la presencia del Señor. Le duele estar alejado del agua viva, del aliento de la vida. Recuerda los viejos tiempos, cuando Israel había caminado con Dios por el desierto y se había encontrado con Él en el monte Sinaí. Esos sí eran días felices, piensa Isaías.
Pero ya no es así. ¿Por qué? Porque el pueblo se ha comportado mal en sus palabras, pensamientos y acciones; se han separado de la fuente de la vida, de Dios mismo, y sufren por ello. E Isaías confiesa que esto también es cierto para él.
Y también es cierto para nosotros. Nosotros también nos hemos alejado del Señor y anhelamos al Dios que hemos abandonado. Pero al igual que Isaías y el pueblo de Israel, no podemos regresar a la presencia de Dios por nuestra cuenta. O Dios rasga los cielos y desciende, o estamos perdidos. Es así de simple.
Desde su momento en la historia, Isaías suplica a Dios: «No te enojes demasiado, Señor, ni tengas presente nuestra iniquidad todo el tiempo». Tiene esperanza porque sabe que Dios es misericordioso. Pero desde nuestro momento en la historia tenemos algo aún mejor: el conocimiento de que Dios ya ha escuchado nuestras oraciones, ha abierto los cielos y ha bajado en la persona de Jesucristo, nuestro Salvador, nacido para librarnos.
Ya no necesitamos añorar los buenos viejos tiempos de la presencia de Dios en el Sinaí. Tenemos algo mucho mejor: Dios en la carne, cargando nuestros pecados en la cruz, dejándolos en la tumba y resucitando de entre los muertos tres días después. Ahora tenemos a Jesús, quien es nuestra vida y salvación. Nuestros corazones anhelantes pueden estar satisfechos, porque Él nos ha dicho: «No te dejaré ni te desampararé jamás» (Hebreos 13: 5b).
ORACIÓN: Señor, déjame vivir siempre en Tu presencia. Amén.
Dra. Kari Vo
Para reflexionar:
1.- ¿Qué haces cuando anhelas a Dios?
2.- ¿Cómo sabes que Jesús está contigo, más allá de que lo sientas o no?
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