¿Acaso hay quien reconozca sus propios errores? ¡Perdóname por los que no puedo recordar! ¡No permitas que la soberbia domine a este siervo tuyo! ¡Líbrame de cometer grandes pecados, y nadie podrá entonces culparme de nada!
Salmo 19: 12-13
Faltas ocultas. Todos las tenemos, los pecados que tratamos de ocultar, los pecados que tememos admitir ante cualquiera, incluso ante Dios. Pero nuestras faltas o errores ocultos son también aquellos pecados de los que no somos conscientes.
El apóstol Santiago escribe: «Porque cualquiera que cumpla toda la ley, pero que falle en un solo mandato, ya es culpable de haber fallado en todos» (Santiago 2:10). Hemos fallado en mucho más que un solo mandato; ¡somos declarados culpables de toda la Ley de Dios! Hay tantas cosas que debemos hacer en obediencia a Dios que no hemos hecho y cometemos pecados —pensamientos egoístas o rencorosos, palabras hirientes y acciones— por los cuales transgredimos diariamente sus justas leyes. ¿Cómo pudiéramos discernir cada falta?
Dios sí las discierne. Las conoce todas. No podemos escondernos. Como nos recuerda el autor de Hebreos: «Nada de lo que Dios creó puede esconderse de él, sino que todas las cosas quedan al desnudo y descubiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebreos 4:13). Con el salmista clamamos: «¡Perdóname por los que no puedo recordar!». Y eso es lo que ha hecho Dios. Nos ha declarado inocentes por amor a su Hijo. Jesús tomó todos nuestros pecados, los pecados del mundo entero, los pecados conocidos y desconocidos, sobre sí mismo. Sufrió la pena de muerte por esos pecados y se levantó en victoria la primera mañana de Pascua. Como escribe el apóstol Pablo: Cristo, habiendo resucitado de entre los muertos, «la muerte ya no tiene poder sobre él. Porque en cuanto a su muerte, murió al pecado de una vez y para siempre» (Romanos 6: 9b-10a). Por la fe en Jesús, somos declarados inocentes de nuestras faltas ocultas, inocentes a los ojos de Dios de todo pecado.
Nos arrepentimos de nuestros pecados, los pecados que sabemos que hemos cometido y los pecados de los que no somos conscientes, y Dios nos declara inocentes por amor a Jesús. Habiendo experimentado la misericordia y el perdón de Dios, el salmista vuelve su atención a una vida que se vive al servicio de Dios. Su oración es: «¡No permitas que la soberbia domine a este siervo tuyo!», y repite el apóstol: «Así también ustedes, considérense muertos al pecado pero vivos para Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor. Por lo tanto, no permitan ustedes que el pecado reine en su cuerpo mortal, ni lo obedezcan en sus malos deseos» (Romanos 6: 11-12).
Somos sepultados y resucitados con Cristo en el bautismo y revestidos de su justicia. Buscamos seguir a Jesús y vivir de acuerdo con su Palabra, para honrarlo y glorificarlo con nuestros pensamientos, palabras y acciones. Cuando tropezamos y fallamos, nos arrepentimos de nuestros pecados y nos regocijamos en el perdón que Jesús ganó para nosotros en la cruz. Con nuestra fe alimentada a través de la Santa Cena de Jesús y fortalecidos al escuchar y estudiar la Palabra de Dios, buscamos apartarnos del pecado y vivir para Dios.
ORACIÓN: Señor Dios, ayúdame con tu Espíritu a servirte con mis pensamientos, palabras y acciones. Amén.
Dra. Carol Geisler
Para reflexionar:
* ¿De qué forma nos ha declarado Dios inocentes de nuestras faltas ocultas?
* ¿Qué podría ser un pecado grande?
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