En ese momento, un intérprete de la ley se levantó y, para poner a prueba a Jesús, dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?». Jesús le dijo: «¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees allí?». El intérprete de la ley respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo». Jesús le dijo: «Has contestado correctamente. Haz esto, y vivirás». Pero aquél, queriendo justificarse a sí mismo, le preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?».
Lucas 10:25-29
Tener una actitud de abogado es muy común, ¿no? Todos deseamos justificarnos. Queremos que la gente vea que claramente tenemos razón, y si por algún motivo no la tenemos, queremos asegurarnos de que nadie se dé cuenta.
Creo que es por vergüenza. Estar equivocado, cometer errores, apoyar una idea falsa, todas esas cosas dejan en claro que no somos perfectos. No queremos que la gente vea nuestras debilidades. Preferimos ocultarlas, como intentó hacer este abogado cambiando de tema. Es casi como si se dijera a sí mismo: «¡Ajá! Sé lo que tengo que hacer. Planteemos una pregunta técnica sobre exactamente quién califica como prójimo a los ojos de Dios. ¡Eso debería iniciar una discusión fascinante! La gente saldrá corriendo tras el nuevo tema y se olvidará del microscopio bajo el cual Jesús acaba de colocar mi vida personal».
Por supuesto que no funcionó. De una forma cortés, Jesús tomó la nueva táctica conversacional y la convirtió de nuevo en la misma pregunta, contando la historia del Buen Samaritano. Aquí tenemos a un hombre, un don nadie, que inesperadamente se encuentra con un prójimo necesitado. Tiene piedad de él. Venda sus heridas, lo pone a salvo y paga por su recuperación. No le molesta el lamentable estado del hombre que rescató. Por el contrario, lo ama. Se convierte en el salvador del hombre.
Por supuesto, el verdadero Buen Samaritano es Cristo mismo, y nosotros somos las víctimas. Nos encuentra quebrantados, desnudos, dañados por el poder del diablo, incapaces de ayudarnos a nosotros mismos. Pero él no levanta la nariz y pasa de largo. Él nos rescata. Él cubre nuestra vergüenza, limpia nuestras heridas y nos pone a salvo en el reino de su Padre. Él nos justifica, es decir, toma el desorden que somos y nos transforma en hijos de Dios limpios, íntegros y amados. Él nos sana y cubre nuestra vergüenza con su propia bondad perfecta.
Jesús paga esto de su propio bolsillo, no solo una noche de insomnio y un par de denarios, sino el costo de su propio sufrimiento, muerte y resurrección. Él toma nuestra muerte y nos aplica su propia vida de resurrección. Y ahora estamos verdaderamente justificados, como escribe Pablo: «Así, pues, justificados por la fe tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Romanos 5:1). Podemos dejar de intentar justificarnos. Jesús se ha ocupado de ello.
ORACIÓN: Amado Señor, gracias por justificarme a través de tu propia muerte y resurrección. Amén.
Dra. Kari Vo
Para reflexionar:
* ¿En qué ocasiones has tenido la tentación de excusarte, de justificarte? Da un ejemplo sencillo.
* ¿Cómo te sientes cuando te das cuenta de que Jesús ya te ha justificado y te ha librado de la vergüenza?
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