Entonces el diablo lo llevó a un lugar alto, y en un instante le mostró todos los reinos del mundo, y le dijo: «Yo te daré poder sobre todos estos reinos y sobre sus riquezas, porque a mí han sido entregados, y yo puedo dárselos a quien yo quiera. Si te arrodillas delante de mí, todos serán tuyos». Jesús le respondió: «Escrito está: «Al Señor tu Dios adorarás, y a él sólo servirás»».
Lucas 4: 5-8
La mayor parte de lo que experimenté como cadete en la Academia de la Fuerza Aérea de los EE. UU. fue positivo, con una notable excepción.
Cerca del final del primer año, todos los cadetes nuevos se enfrentan a un desafío final: la Semana del Infierno. Y si lográbamos completar la semana juntos, cada uno recibía una insignia: un pequeño colgante de metal para nuestro uniforme que mostraba nuestro logro.
A principios de esa semana, un cadete mayor me llamó aparte. Me dijo que me había seleccionado para recibir un honor especial, un honor secreto. Podía demostrar que era superior a mis compañeros de clase, y obtener mi insignia antes que los demás. Pero, durante la Semana del Infierno, tenía que llevarlo puesto debajo de mi camisa, sujeto a mi pecho, literalmente, con las dos puntas de metal de atrás expuestas y enterradas mi piel. Lo hizo sonar muy prestigioso y, lamentablemente, yo acepté.
Entonces me llevó a una habitación con poca luz, me dijo que me quitara la camisa, me clavó los alfileres sin desinfectar en el pecho y me dio un trozo de esparadrapo para cubrirlo. Durante los que resultaron ser los peores dos días de mi vida, llevé secretamente esa insignia en mi pecho, como una astilla enconada e implacable del infierno. Al tercer día, estábamos en nuestra habitación cambiándonos, y mi compañero de habitación vio la venda sucia en mi pecho y me preguntó: «¿Qué es eso?». Le expliqué el honor secreto para el que había sido elegido, pensando que él quedaría impresionado. Pero me dijo: «Eso es algo tonto». Y así nada más, sus palabras destrozaron la desgarradora ilusión en la que había estado viviendo. Y la verdad me liberó.
Cuando vemos al diablo por primera vez en la Biblia, él está prometiendo honores secretos. La insignia que promete el diablo, el pequeño colgante que nos clava en la carne, es el orgullo. El orgullo no se satisface con ser bueno. El orgullo quiere ser Dios mismo (ver Isaías 14: 12-14). El orgullo quiere ser superior, como una imitación barata y absurda de Dios. Y se hace notar en nuestras mezquinas críticas a otras personas, como medallas sin desinfectar clavadas en nuestro pecho. Nos infecta con excusas que nos justifican a nosotros mismos, como alfileres de metal supurantes del infierno. Pero Jesús ha venido para sacarnos ese alfiler, para hacer añicos la mentira y liberarnos.
Doy gracias a Dios por mi compañero de cuarto que me dijo la verdad y me liberó. El alivio que sentí al sacarme ese alfiler fue indescriptible. Y así mismo pasa con el orgullo. La razón por la que Dios se opone al orgullo no es porque tenga miedo de que alguien pueda robar su gloria. Dios no necesita proteger su prestigio. Y su muerte voluntaria y vergonzosa en la cruz por nosotros es prueba de ello. Dios está en contra del orgullo porque quiere entregarse a nosotros. Y el orgullo es lo que nos impedirá ver cuán desesperadamente lo necesitamos.
ORACIÓN: Señor Jesús, libérame y protégeme del orgullo y también del autodesprecio. Amén.
Rev. Dr. Michael Zeigler, orador de La Hora Luterana
Para reflexionar:
* ¿En qué se diferencia el orgullo pecaminoso de la satisfacción piadosa por haber logrado algo que valga la pena?
* ¿Qué es algo práctico que puedes hacer, con la ayuda de Dios, para protegerte tanto del orgullo como del autodesprecio?
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