El Señor ha dicho: «Las palabras de ustedes contra mí han sido violentas». Pero ustedes dicen: «¿Qué es lo que hemos dicho contra ti?» Pues han dicho: «Servir a Dios no nos sirve de nada. ¿Qué ganamos con cumplir su ley y con que andemos afligidos en presencia del Señor de los ejércitos?». ¡Ahora resulta que tenemos que llamar bienaventurados a los soberbios! ¡Los malvados no sólo prosperan, sino que ponen a Dios a prueba y salen bien librados!
Entonces los que temen al Señor hablaron el uno con el otro, y el Señor los escuchó atentamente. Luego, en su presencia se escribió un libro de actas para los que le temen y piensan en su nombre. Dijo entonces el Señor: «Ellos serán para mí un tesoro muy especial. Cuando llegue el día en que yo actúe, los perdonaré, como perdona un padre al hijo que le sirve. Entonces ustedes se volverán a mí, y sabrán distinguir entre los justos y los malvados, entre los que sirven a Dios y los que no le sirven».
Malaquías 3:13-18
Puede sonar extraño, pero me parece estar escuchando el sonido de las personas ofendidas con la primera parte de la lectura de hoy. «El Señor ha dicho: «Las palabras de ustedes contra mí han sido violentas»». Parece que estuviera hablando un padre, un amigo o un cónyuge muy ofendido. No me suena al Rey del universo, el Creador de todo, quien es muy superior a nosotros. ¿Por qué siquiera se daría cuenta de nuestras quejas, y mucho menos le importarían?
Sin embargo, lo hace. «Las palabras de ustedes contra mí han sido violentas», nos dice. Pero ¿qué palabras? Son palabras que nos incomodan de dos maneras diferentes. En primer lugar, muestran una dolorosa falta de fe en la justicia de Dios. «¡Los malvados no sólo prosperan, sino que ponen a Dios a prueba y salen bien librados!».
Tengo que admitir que, cuando veo el mundo a mi alrededor, me doy cuenta por qué la gente dice esto. Hay muchas personas ricas y poderosas que parecen salirse con la suya, hasta con el asesinato. Pero no es mi caso, y supongo que el tuyo tampoco. Y cuando vemos que parece irles mejor a quienes no lo merecen, bueno, nos quejamos, ¿no? Incluso contra Dios.
Pero hay un segundo problema más profundo con nuestra queja. «¿Qué ganamos con cumplir su ley?», nos preguntamos. O para decirlo en buen castellano «¿Y a mí qué? ¿Por qué debería molestarme en obedecer a Dios, si no obtengo nada a cambio?».
¡Ay! Eso dolió. Le dolió al Señor, y supongo que a ti también. Porque todo es diferente para quienes pertenecemos a Jesús. Hemos llegado a conocerlo como aquel quien murió y resucitó por nosotros, quien «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2: 20b). Con un Salvador como ese, nuestra vida con Dios ya no puede ser una cuestión de contabilidad espiritual, calculando pérdidas y ganancias para determinar si vale la pena servir a Dios o no. Ahora es una cuestión de amor, como el amor que se tienen un padre y un hijo.
«Nosotros lo amamos a él, porque él nos amó primero», dice Juan (1 Juan 4:19). Sólo el amor de Jesús puede tomar un corazón humano egoísta y quejumbroso y convertirlo en uno que verdaderamente ama a Dios por quién es él. Ahora hay amor verdadero en ambos lados de la relación: el gran amor de Dios por nosotros y nuestro reflejo en miniatura de ese amor hacia Él. El Espíritu Santo ha plantado el amor de Jesús por el Padre en nuestros corazones. ¡Qué maravilloso regalo!
ORACIÓN: Querido Padre, te amo y quiero amarte más. Ayúdame en el nombre de Jesús. Amén.
Dra. Kari Vo
Para reflexionar:
1.- ¿Es posible herir los sentimientos de Dios?
2.- ¿Ha transformado Dios algún rasgo o tendencia negativa tuya (enojo rápido, lengua hiriente, actitud crítica, etc.) en positiva? ¿Cómo lo hizo?
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