Pero que se alegren en ti todos los que te buscan; que los que aman tu salvación digan siempre: «¡Grande es nuestro Dios!». Pero yo estoy pobre y afligido; ¡ven pronto, oh Dios, en mi ayuda! Tú eres mi ayuda; ¡eres mi libertador! ¡No tardes, Señor!
Salmo 70:4-5
Este salmo presenta un gran contraste: Dios es grande, mientras que yo estoy pobre y afligido. Sin embargo, a menudo creemos que es al revés: nosotros somos los geniales que, al adorar y alabar a Dios, le hacemos un favor. O a veces preferimos que Él permanezca en un segundo plano hasta que realmente lo necesitemos. La triste realidad es que lo necesitamos en todo momento, estemos dispuestos a admitirlo o no. Ya antes de que supiéramos nuestra necesidad, antes de que naciéramos, Dios decidió salvarnos enviando a su hijo Jesús a buscar y salvar a los perdidos. Éramos pobres y necesitados, perdidos en el pecado, pero «cuando aún éramos débiles, Cristo murió por los pecadores» (Romanos 5:6).
La Palabra de Dios revela nuestra necesidad y el Espíritu Santo nos convence del pecado, justicia y juicio. La Ley de Dios nos sirve de espejo a través del cual el Espíritu nos muestra nuestro pecado, el mal que hacemos y el bien que dejamos sin hacer. La Palabra revela nuestra falta de justicia y nuestra condición de pecadores caídos ante Dios, cuyo pago es la muerte. Pero el Evangelio nos revela que ese Dios grande se encargó de remediar nuestra desesperada situación. Dios Hijo se convirtió, en nuestro lugar, en «pobre y afligido». Él tomó nuestro pecado sobre sí mismo y colgó en debilidad y vergüenza en la cruz, donde sufrió la pena de muerte que el justo juicio de Dios exigía contra el pecado. Jesús nos cubre con su justicia y pureza, su justa posición ante Dios. Por fe en él recibimos la herencia de gloria que será nuestra por toda la eternidad.
«¡Ven pronto, oh Dios, en mi ayuda!». A través de la muerte y resurrección de su Hijo, Dios nos rescató del pecado, la muerte y Satanás y está listo para ayudarnos, siempre presente con su misericordia y perdón. Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:3). Éramos pobres y afligidos, pero ahora, por la gracia de Dios mediante la fe en Jesús, la gloria del Reino es nuestra, no por nuestros propios esfuerzos o logros (¡no somos tan grandes como pensamos!), sino por la muerte redentora y la resurrección triunfante de Jesús, el Hijo de Dios.
ORACIÓN: Dios nuestro Salvador, en todo momento de necesidad sé nuestra ayuda y nuestro libertador. Amén.
Dra. Carol Geisler
Para reflexionar:
1.- ¿Qué adjetivos usarías para describir a Dios basado en tu propia experiencia?
2.- ¿Prefieres resolver tus problemas por ti mismo, o buscas la ayuda de Dios?
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