En el año que murió el rey Uzías, yo vi al Señor sentado sobre un trono alto y sublime. El borde de su manto cubría el templo. Dos serafines permanecían por encima de él, y cada uno de ellos tenía seis alas; con dos se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies, y con dos volaban. Uno de ellos clamaba al otro y le decía: «¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!».
La voz del que clamaba hizo que el umbral de las puertas se estremeciera, y el templo se llenó de humo. Entonces dije yo: «¡Ay de mí! ¡Soy hombre muerto! ¡Mis ojos han visto al Rey, el Señor de los ejércitos, aun cuando soy un hombre de labios impuros y habito en medio de un pueblo de labios también impuros!».
Entonces uno de los serafines voló hacia mí. En su mano llevaba un carbón encendido, que había tomado del altar con unas tenazas. Con ese carbón tocó mi boca, y dijo: «Con este carbón he tocado tus labios, para remover tu culpa y perdonar tu pecado». Después oí la voz del Señor, que decía: «¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?». Y yo respondí: «Aquí estoy yo. Envíame a mí».
Isaías 6:1-8
Esta historia es un poco extraña. Isaías dice: «Vi al Señor». Sin embargo, no dice casi nada acerca de Él. Describe el templo, los ángeles, el altar, el carbón. Habla del humo y la llamada de los serafines. Es como si Isaías solo tuviera una visión periférica, como si no pudiera enfocarse directamente en el Señor mismo.
¿Por qué será? Quizás se deba a la santidad de Dios. La primera reacción de Isaías es miedo y dolor. Sabe que es un hombre pecador; sabe que no pertenece a la presencia de Dios. Es como estar mirando al sol o parado al borde de un gran fuego. Dios es glorioso y santo; nosotros no.
La palabra «santo» lleva en sí la idea de ser apartado, especial, limpio y sin mancha, separado del mal. Dios es todo eso… al grado máximo. ¿Cómo podemos estar en su presencia?
La respuesta es que no podemos, a menos que Él nos ayude. Por orden de Dios, un ángel vuela hacia Isaías con un carbón del altar de Dios, para quitarle el pecado. Y así Isaías es salvo, perdonado, fortalecido. Era la única forma en que podía responder al llamado de Dios diciendo: «Aquí estoy yo. Envíame a mí».
Y esa es la única forma en que nosotros también podremos estar en la presencia de Dios o responder a su llamado al servicio: Dios mismo debe quitar nuestros pecados. Y eso es exactamente lo que hizo en el altar de la cruz. Jesús, nuestro santo Salvador, se hizo a sí mismo la purificación de nuestros pecados. Él nos quitó nuestra maldad y nos vistió con su santidad. Y lo sigue haciendo día a día, mientras lo seguimos necesitando. Él nos santifica para que podamos responder con amor al Dios santo.
ORACIÓN: Señor, toma mi pecado y dame tu regalo de perdón y santidad. Amén.
Dra. Kari Vo
Para reflexionar:
* ¿Qué imagen se dibuja en tu mente cuando escuchas la palabra «santo»?
* ¿A dónde te envía Dios para que le sirvas en tu vida diaria?
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