De pronto, mientras Jesús estaba hablando, llegó Judas, que era uno de los doce. Con él venía mucha gente armada con espadas y palos, y enviada por los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos. El que lo estaba traicionando les había dado esta contraseña: «Al que yo le dé un beso, ése es. ¡Arréstenlo, y llévenselo bien asegurado!». Cuando Judas llegó, se acercó a Jesús y le dijo: «¡Maestro!». Y le dio un beso.
Marcos 14:43-45
La señal que Judas eligió deja mucho que desear. Tomó el beso, una señal de amor, y lo convirtió en una señal de traición.
Aunque, si somos honestos, nuestros besos tienen la semilla de la traición. Cada vez que le decimos “te amo” al Señor, todavía hay una parte diminuta en nosotros que está a punto de hacer el mal o recuperándose de él. Pero nuestra maldad no es como la de Judas. Quizás sea solo un chisme que apenas distorsiona un poco la verdad o solo una pequeña cosa. Solo algo que llevó a Jesús a la cruz.
Darnos cuenta de esto puede llevarnos a la angustia. ¿Cómo podemos amar a Dios, si el pecado se interpone en el camino? ¿Qué esperanza tenemos?
Pero… un beso puede venir tanto de uno como del otro. Cuando beso al Señor, mi traición está conmigo. Pero cuando él me besa… es diferente. En su amor no hay maldad ni traición, solo perdón, misericordia, salvación. De eso se trataba la cruz. Para eso estaba la tumba vacía.
La Biblia tiene razón. “¡Ah si me dieras uno de tus besos! Son tus caricias más deliciosas que el vino!” (Cantar de los Cantares 1:2).
ORACIÓN: Gracias, Señor, por tomar la iniciativa y llevarnos a tu amor. Amén.
Para reflexionar:
1.- ¿Qué beso recuerdas más? ¿Por qué?
2.- ¿Cómo encuentras consuelo en Dios cuando sientes que lo has defraudado?
3.- ¿Cómo te mantienes enfocado en el amor de Dios por ti?
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